18 de septiembre de 2011

Bienvenido, otoño.

Seguí quedando con él por puro egoísmo. Porque me inspiraba, el dolor, lo que me hizo, lo que dejó de hacer, lo que sigue haciendo. Yo no le he querido nunca, me enganché a él como quién se cuelga de una nueva droga y se arruina y arruina a los demás por esa mierda. Y nunca supe salir de ahí. Se convirtió en un bucle. Nada salía, pero siempre entraban más colores, sobre todo grises. Nunca volvimos a estar a solas desde aquello, a mirarnos sin que nadie nos observara, a callarnos y esperar que la química hiciese el resto. Nunca tuvimos el valor suficiente. Sólo nos dejábamos deleitar con presencias pactadas cuando los demás nos reunían en algún lugar común, casi siempre, un parque o un bar. Nos regalábamos algunas de las risas que antaño hubieran hecho que esa noche la pasáramos juntos, y con las que ahora nos conformábamos para llevarnos un buen sabor de boca a la cama.
Siempre pensé que había gente a nuestro alrededor que se estaba dando cuenta de que había alguna pieza que no acababa de encajar, que todavía nos brillaba un poco el alma detrás de nuestras corazas. No lo pregunté, y él tampoco, de eso estoy segura. Notaba que él se contentaba con que yo hiciera algún que otro gesto de más, se sentía fuerte, como que no había apagado el fuego del todo y yo todavía seguía intentando saltar por encima de las llamas. Él reaccionaba de formas dispares. O bien evitaba reaccionar a mis impulsos y hacerme sentir como la que perdió, o bien si yo llevaba rato sin dirigir la mirada hacia alguno de sus movimientos, corría a buscarme perdida en otros ojos o en otros labios, y esperaba una reacción. Que levantara la cabeza e hiciese alguna mueca que él pudiese traducir a su antojo en una respuesta que le hiciera feliz.
Yo sin embargo actuaba por puro instinto, sin hacer caso a mis lágrimas de ayer ni a mis sonrisas de mañana. No tenía una estrategia definida y por lo tanto jugaba a tentarle, a ponerle nervioso, qué se yo, a casi todo por tal de que el supiera que a pesar de todo, estaba ahí y seguía viva. Muy viva.
Ese comportamiento me ayudaba a seguir pero me hundía a la vez. Quería resignarme, darle la razón a la indiferencia, que todo pasase a un segundo plano, que se alejase del protagonista y la escena principal, buscar en otros ambientes, detrás de los focos, entre bambalinas, en las tomas falsas o qué se yo, en otro punto de enfoque que no se fijara sólo en el drama argumental que hacía interesante al film. Pero entendí que esa lucha era un acto inútil, una pérdida de tiempo. Que mi yo salvaje nunca dejaría que actuase la razón ni daría un poco de lucidez a esa historia.
Que por más que lo necesitara, yo quería otra cosa, quería el puto rojo en ese cielo, quería vendarme hasta el cuello y volver a caerme semanas después, quería experimentarlo todo hasta que acabase de matarme. Era la única forma de sentir. De no apuntar otro fracaso.
Notaba cómo serotonina disminuía hasta dejarme sin defensas y tú no parabas de martillear mi cabeza. Pero un buen día las cosas cambiaron. Alguna pieza optó por encontrar algo de razón en mí y eliminó el trastorno para convertirlo en algo parecido a la paz interior.
Y fue entonces cuando me di cuenta de mi personalidad con tendencia a la depresión endógena, al pensamiento autodestructivo. Cuando la luz me cegó, mudé la piel y con ella también mi punto de vista. Te quedaste en algún recoveco de los ayeres que no se pronuncian por miedo, en alguna parte desde ya no dueles y no te clavas en mí. A veces siento cómo intentas salir a nadar a contracorriente y llegar al corazón pero ni sístole ni diástole me permiten tal admisión allí.
Así que vuelves al lugar donde eres sin estar, donde acumulo aprendizajes y errores a partes iguales.
Orgullo y resistencia escribe en indeleble la tinta de mi bolígrafo, es porque por fin lo he conseguido, estoy en el bando ganador y otra vez me quedo indefinidamente esperando que alguien leal me robe el trofeo. Me pueden las ganas del desconocido deseo infinito por sentirme de nuevo vulnerable en otros labios