14 de julio de 2010

El alma en carne viva

Se araña el alma. Como cuando con tus bonitas uñas largas arañas la pared del ascensor y el viento comienza a chirriar. Como cuando frotas un tenedor o un cuchillo con un plato hondo y el sonido que produce hace vibrar hasta el último de tus dientes. Como cuando estás contando algo y de repente te muerdes la lengua y tienes que estar unos minutos con un dolor acojonante y la otra persona desternillándose de risa. Como cuando peleas hasta la muerte y te mueres. Algo así. Algo así es lo que pasa con el alma cuando nos hacen daño. Y claro, como está tan adentro, como el cuerpo físico no nos permite verla, no podemos colocarle tiritas. Y la llevamos a la calle en carne viva. Porque una no puede dejar el alma en casa y salir sin piel. No puede. Eso es una utopía. La gente sale con el corazón tiritando y el alma desnuda, en carne viva, sangrando y envolviendo de dolor cada extremo del cuerpo. Y luego en casa, al llegar, la gente se pone paños calientes en el pecho y bebe mucha agua, para purificarse, para limpiarse por dentro. Una tonteria. Como si el simple hecho de que introduzcas algo sano en tu cuerpo fuera a eliminar lo insano, lo destrozado, lo que ya no queremos. Además. Todo el mundo quiere tener alma. Aunque esté destrozada. Nadie se atreve a arrancársela. Porque entonces no vives. Porque entonces no sientes. Porque entonces no entiendes. Porque entonces no dueles. Y a nosotros, masoquistas del siglo XXI, nos encanta la sensación de pasear por la calle con el alma partida en dos. Los humanos, ahí donde nos ven, estamos completamente enamorados del dolor.